martes, 9 de agosto de 2011

La disputa del probabilismo

(…) La aparición del probabilismo provocó una auténtica crisis en la moral católica y concentró en torno de esta cuestión el interés, el trabajo y las tomas de posición de los moralistas. A propósito del probabilismo los moralistas se dividieron en lo que se llamó «sistemas de moralidad» diferentes. El término «sistema» no designa ya aquí una organización del conjunto de la teología como en las Sumas de la Edad Media, sino una posición diferente sobre los criterios de juicio en los casos inciertos, que entrañan, efectivamente, una forma diferente de tratar el conjunto de los casos de conciencia.

El problema en discusión es el de los casos dudosos. Se trata de la cuestión de la duda aplicada en el marco de la moral católica de esa época. Las bases del problema están en la línea del nominalismo. La moralidad surge formalmente en el acto humano por la relación de éste con la ley, fuente de la obligación moral. La cuestión moral se concentra, por ende, en la delimitación entre lo que cae bajo la ley y lo que permanece libre, entre lo que pertenece a la ley y lo que pertenece a la libertad.; justamente es aquí donde brota la duda: ¿el poder de la ley afecta a tal acto concreto? Una ley afectada por la duda, ya sea en su existencia ya sea en su aplicación, pierde su fuerza de obligación, según el principio de la que una ley insuficientemente promulgada, es decir, insuficientemente conocida, no obliga. El problema va, pues, a encontrarse en el discernimiento de la auténtica duda que arrebata un acto a la ley y lo deja a disposición de la libertad. La cuestión de la duda, que se encuentra en todos los dominios, presenta una dificultad especial en moral, porque ésta aplica reglas generales a actos singulares, formados por elementos y circunstancias múltiples y variables, que ninguna ley puede prever totalmente, que ninguna formulación general puede determinar en detalle. Por consiguiente, el problema de la duda tiende a invadir el dominio de la moral, sobre todo, en una concepción donde reina una tensión de fondo entre el sujeto libre y la ley.


La cuestión de la duda se plantea a partir de razones contrarias que se enfrenta, y debe ser dirimida por su comparación. La tesis tradicional, por otra parte válida en todo dominio, era hacer inclinar la duda a favor de la posición que tenía mejores razones. Se podía así estimar que se estaba desligado de la obligación legal y escapar de la falta moral si las razones contrarias a la aplicación de la ley en tal caso preciso superaban a las otras.


Sin embargo, en la mentalidad jurídica y legalista que reina desde entonces y que contribuye a volver rígidas las cuestiones morales, y a consecuencia también de la orientación de esta moral hacia el sacramento de la Penitencia, que no es solamente un tribunal, sino un lugar de misericordia y de perdón, esta posición referente a la duda pudo aparecer como demasiado rigurosa para ser aplicada a todos los casos y a todos los cristianos. Tales fueron los motivos que hicieron surgir, pensamos, la idea del probabilismo.


El primero que lanzó la idea que dio nacimiento al probabilismo fue un dominico español, Bartolomé de Median, que escribió en 1.580: «Mihi videtur quod si est opinio probabilis, licitum este am sequi, licet oppsita probabilior sit (Me parece que si una opinión es probable está permitido seguirla, incluso si la opinión opuesta es más probable)». La idea, que habría podido perderse entre tantas otras opiniones, fue recogida por los moralistas de la Compañía de Jesús que estaban elaborando una nueva organización de la moral. Como una pequeña llama fue propagándose y provocó un incendio que la Iglesia dominó difícilmente. Dividió y opuso los espíritus durante todo el Siglo de Oro: jesuitas, a veces divididos ellos mismos, dominicos, jansenistas, teólogos y laicos, se enfrentan por esta cuestión.


La idea es simple, aunque pueda ser un poco sutil: en la comparación entre las razones a favor de la libertad y a favor de la ley en un caso dudoso, está permitido seguir la opinión a favor de la libertad si es probable y está apoyada en buenas razones, incluso si la opinión es contraria, la opinión que mantiene la obligación legal, se funda en razones superiores.


Sin darse plena cuenta, Bartolomé de Medina y aquellos que lo siguieron hicieron saltar una barrera, la de la razón que se inclina naturalmente hacia lo que posee el mayor número de razones. La balanza de la conciencia va a ser desequilibrada y será preciso mucho tiempo para reducirla a la justa medida.


Toda la cuestión, en efecto, es determinar y medir lo que es una opinión probable, desde el momento en que se ha abandonado el criterio de lo «más probable». ¿Cuántas razones se precisan y de qué calidad para construir una opinión probable? ¿No bastaría una sola razón que suscite la duda para creerse legítimamente liberado de la obligación legal en un caso? De esta forma, la moral comienza a resbalar por la pendiente que lleva al laxismo, contra el que se levantará, en reacción, el rigorismo de aquellos que quieren defender ante todo las exigencias de la ley moral.


El problema se complica por la intervención, en la ponderación de las opiniones, de las razones que se llaman «externas». La teología clásica fundaba sus juicios, ante todo, en la consideración de las razones internas, tomadas de la naturaleza de las cosas y de los actos. El nominalismo trastocó esta perspectiva. Describió la moralidad como algo que advenía a los actos desde el exterior, por su relación a la ley y a la voluntad del legislador. La mirada del moralista, aun cuando no fuera de la obediencia nominalista, se desplaza, por consiguiente, de la consideración de la naturaleza de los actos hacia la de la ley en su expresión literal, en la que es promulgada, y hacia la interpretación que de ella se pueda dar. En este punto encontramos las «razones externas» que tan gran papel van a desempeñar en la estimación de las opiniones: son los dictámenes de los moralistas, considerados como expertos que poseen una autoridad interpretativa en moral, y cuyos juicios podrían constituir una especie de jurisprudencia como en el dominio del derecho. Por tanto, se evaluará el valor de una opinión según el número de moralistas que la sostienen, otorgando un peso particular a ciertos doctores eminentes, cuya ciencia es reconocida por la Iglesia. La opinión de un san Agustín o de un santo Tomás de Aquino bastará, por ejemplo, para convertir una opinión en probable. No obstante, la opinión de algunos moralistas reconocidos, si es en favor de la libertad, podrá oponerse a la de los Doctores cuando se pronuncian a favor de la obligación legal. Tal es, al menos, la lógica del sistema.


De este modo nacieron, en torno a este problema, las principales corrientes de la moral casuística o «sistemas de moralidad». Enumerémoslos simplemente. El probabilismo: se puede seguir la opinión probable, incluso aunque la opinión contraria, a favor de la ley, tenga mayor probabilidad. El probabiliorismo: se debe siempre seguir la opinión que es más probable, que tiene mayor número de razones en su favor. El tuciorismo: se debe seguir siempre la opinión favorable a la ley, con lo que se evita el peligro de infringirla. Los extremos estarán constituidos por el laxismo, que es la tentación del probabilismo, y por el rigorismo, que se le opone.


La disputa no se concluirá, en lo esencial, más que a fines del siglo XVIII, con la intervención de san Alfonso de Ligorio (1696 – 1787). Éste razona totalmente en el marco que le ha legado la casuística. Cale la pena seguir su razonamiento, pues es característico.

El principio es que una ley dudosa está insuficientemente promulgada y no obliga. Ahora bien, otro principio fundamental dice: melior est conditio possidentis, que hay presuposición, en caso de duda, a favor de aquel que posee un bien. De ahí se puede deducir que está permitido todo aquello que no está formalmente prohibido por una ley divina o humana, pues Dios ha dado al hombre el mundo por reino y le ha otorgado su libre uso, excepto unos pocos frutos que le ha prohibido; por consiguiente, la libertad es anterior a la ley que viene a limitarla y, para que este veto constituya un obstáculo a la libertad, es preciso que sea notificada; la libertad «posee» el lugar, mientras una ley determinada no venga a desalojarla.

Sin embargo, no se puede, sin deslealtad, elegir una manera de obrar contraria a la ley si las razones que se tienen para dudar de la obligación, aun siendo serias, son de menor peso que las que militan a favor de la observación de la ley. Pues, en este caso, ya no hay duda auténtica, el espíritu se encuentra inclinado a adherirse a la posición que favorece a la ley, como siendo la más ve dadera. Para que se dé una verdadera duda, es preciso que los argumentos a favor de la libertad sean, al menos, iguales a los que existen a favor de la ley.

Esta exigencia de una igualdad entre las razones a favor y en contra de la obligación dio al sistema de san Alfonso el nombre de «equiprobabilismo».

Después de todas las oscilaciones y variaciones, en ocasiones extremas, de los moralistas durante dos siglos, el sistema de san Alfonso estableció un cierto punto de equilibrio mediante un retorno a una razón ponderada. Siguió un cierto apaciguamiento de la disputa del probabilismo, que la Iglesia confirmó, en 1831, al declarar que la teología moral del beato Alfonso podía ser enseñada y aplicada en las confesiones con total seguridad. Después, en 1871, se le declaró Doctor, pero la Iglesia no llegó a preconizar el equiprobabilismo como el mejor sistema en moral. No obstante, san Alfonso se convirtió en patrón de los moralistas.

El patronazgo de san Alfonso, que merece respeto y estima por la obra realizada, deja, sin embargo, a los moralistas libertad de seguirle, según su propio razonamiento: los moralistas conservan su libertad mientras que no haya una ley cierta en contra. Esta libertad es tanto más necesaria cuanto que apreciamos hoy mejor los límites de la moral casuística, de la que san Alfonso fue el representante más autorizado, como también las diferencias de fondo que separan esta moral de la de santo Tomás y de la de los Padres, tanto en su organización y estructura como en su problemática. Innegablemente, al concentrares en los casos de conciencia y en la disputa del probabilismo, la moral postridentina se confinó en un horizonte bastante reducido que contrasta con la amplitud de miras sobre el obrar del hombre y sobre Dios que se encuentra en los Padres y en los grandes escolásticos. El vínculo no se rompió, pero se debilitó y, en alguna forma, fue distorsionado.


Las fuentes de la moral cristiana. Servais (TH.) Pinckaers OP. Ed. EUNSA, tercera edición, pp. 329 - 333

4 comentarios:

Pioquinto dijo...

HAce usted honr al nombre del blog, don Isaac, felicidades.

Anónimo dijo...

Por favor consulte el diccionario para que aprenda la diferencia entre INFRINGIR e INFLIGIR.

Isaac García Expósito dijo...

Anónimo: gracias por su corrección. La diferencia la conozco. Lo que no sé es si usted se ha dado cuenta que ha sido un error de copista.

Un ronin católico dijo...

Es más interesante la génesis que llevó a los sistemas morales. El entendimiento de la libertad como libertad de coacción; la decadencia de la primacía de la gracia; el cambio que sufre la verdad por la certeza dentro del proceso de inmanencia en el que cae la filosofía. El olvido del ser en la metafísica y la progresiva formalización de los escolásticos es la clave de esta concepción formal de la vida moral que lleva en su punto álgido a hacer de la morla una casuística y de la vida crsitiana un código de reglas. Los coletazos hodiernos en la vida inmoral bajo apariencia de formalidad eclesial son patentes.