(…) Una cuestión de gran alcance en la historia de las imágenes de la fe se produjo en el momento en el que apareció, por primera vez, un llamado acheiropoietos: una imagen que se consideraba no hecha por mano de hombre y que representaba la misma faz de Cristo. Dos de estas imágenes «no hechas por mano de hombre» aparecen en Oriente, más o menos al mismo tiempo, a mitad del siglo VI: el llamado camulanium – que representa la imagen de Cristo impresa en la vestimenta de una mujer – y lo que, posteriormente se denominó mandylion que, al parecer, había sido traído desde Edesa de Siria hasta Constantinopla, y que algunos investigadores de hoy quisieran identificar con la Sábana Santa de Turín. En ambos casos tuvo que tratarse – a semejanza de la Sábana Santa de Turín – de una imagen misteriosa, una imagen que no podía ser el producto del arte pictórico del hombre, sino que parecía estar grabada de forma inexplicable en el tejido y que, por eso mismo, pretendía mostrar el verdadero rostro de Cristo, Crucificado y Resucitado.
Desde que apareció, esta imagen debió suscitar una enorme fascinación Ya se podía ver el rostro del Señor, hasta ahora oculto, y sentir cómo se cumplía, de este modo, la promesa: «el que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). Con ello parecía abrirse la posibilidad de ver al Hombre – Dios y, a través de él, al mismo Dios; parecía cumplirse el anhelo griego de la visión de lo eterno. Por consiguiente, el icono tenía que ocupar casi el mismo lugar de un sacramento, ya que permitía una comunión que no era inferior a la de la eucaristía. Se llegó a pensar incluso en una especie de presencia real en la imagen de Aquél que allí estaba representado. La imagen, por tanto, en el sentido pleno de no estar hecha por mano de hombres, es participación de la misma realidad, irradiación y presencia de Aquél que se da a sí mismo en la imagen. Es fácilmente comprensible que las imágenes creadas a imitación de acheiropoietos se convirtieran en el centro de todo el canon de imágenes que, mientras tanto, se habían formado y que estaban en vías de desarrollo.
Pero también es evidente que aquí acechaba un peligro, una falsa sacramentalización de la imagen que parecía ir más allá del sacramento y de su carácter oculto, para llegar a la inmediatez de una presencia divina visible. (…)
El icono de Cristo – de lo cual se ha tomado conciencia con todas las consecuencias – es icono del Resucitado. No existe ningún retrato del Resucitado. En un primer momento, los discípulos no lo reconocen. Tienen que dejarse conducir a una nueva forma de ver que les va abriendo los ojos desde dentro, de modo que vuelvan a reconocerle y exclamar: «Es el Señor». El relato más significativo al respecto, es probablemente, el de los discípulos de Emaús. Primero queda transformado su corazón, para que puedan reconocer los acontecimientos exteriores de la Escritura, a través de ese punto de referencia del que todo procede y hacia el cual se dirige todo: la cruz y la resurrección de Jesucristo. Después deben retener al misterioso compañero de camino, ofrecerle su hospitalidad, para que, al partir el pan, suceda, de modo inverso, lo que les ocurrió a Adán y Eva cundo comieron del fruto del árbol de la ciencia: que se les abran los ojos. Ahora ya no sólo ven lo exterior, sino que ven lo que no aparece a los sentidos, pero que se trasluce a través de ellos: ¡es el Señor, el que vive de un modo nuevo!
En el icono, lo que cuenta no son precisamente estos rasgos del rostro (aunque, en lo esencial, se ciñan a la figura del acheiropoietos); más bien se trata de una nueva forma de ver. El icono mismo tiene que proceder de una nueva apertura de los sentidos internos, de un llegar a ver que va más allá de lo meramente empírico y que descubre a Cristo – como dice la posterior teología de los iconos – a la luz del Tabor. De este modo, el icono conduce al que lo contempla, mediante esa mirada interior que ah tomado cuerpo en el icono, a que vea en lo sensorial lo que va más allá de los sensorial y que, por otra parte, pasa a formar parte de los sentidos. (…)El icono procede de la oración y conduce a la oración, libera de la cerrazón de los sentidos que sólo perciben lo exterior, la superficie material y no se percatan de la transparencia del Logos en la realidad. En el fondo, lo que está en juego es el salto que lleva a la fe; está presente todo el problema del conocimiento de la Edad Moderna. Si no tienen lugar una apertura interior en el hombre, que le haga ver algo más de lo que se puede medir y se puede pesar, y que le haga percibir el resplandor de lo divino en la creación, Dios quedará excluido de nuestro campo visual.
El icono, bien entendido, nos aleja de la pregunta equivocada por una representación que pueda ser captada por los sentidos y nos permite reconocer, precisamente por esto, el rostro de Cristo y, en Él, el rostro del Padre.(…) Su dinámica coincide con la dinámica de la liturgia en cuanto tal. Su cristología es trinitaria. Es el espíritu Santo el que nos abre los ojos y cuyo obrar suscita siempre un movimiento hacia Cristo. (…)
Del mismo modo que hemos constatado anteriormente el alcance trinitario del icono, ahora tenemos que comprender su extensión en lo que a su esencia se refiere: el Hijo de Dios pudo hacerse hombre porque el hombre ya había sido pensado en función de él, como imagen de Aquél que es, a su vez icono de Dios. La luz del primer día y la luz del octavo día se tocan en el icono, como, una vez más, lo expresa Evdokimov de manera acertada. En la misma creación ya está presente esa luz que, en el octavo día, con la resurrección del Señor y en el nuevo mundo, alcanza su plena claridad, dejándonos ver el resplandor de Dios.
El espíritu de la liturgia. Una introducción. Joseph Ratzinger. Ediciones Cristiandad, Madrid 2.007, pp 158 - 163
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